Y pasa el tiempo deprisa y parece
que nada cambia, pues en el diario devenir humano no tenemos perspectiva
suficiente para darnos cuenta de las modificaciones que realmente nos suceden en
el transitar, a veces eufórico, a veces cansino, por las sombreadas y frágiles calles de nuestra memoria.
Hay lugares que nos suenan de la
infancia, otros, nos aportan una música constante en nuestro interior, producto
de las circunstancias vividas durante el paso por ellos. Así, los tenemos como
parte importante del peregrinaje armonioso, como melodía de ese callejear
constante por las vetas descubiertas de la ciudad.
Hoy me gustaría recordar uno de
esos lugares en esta Zaragoza
nuestra, lugar de continuo paso y estancias sosegadas en mañanas de domingo: El Parque Pignatelli, uno de los primeros
parques públicos de la ciudad.
Antes de hablar de él, me
gustaría decir, que los que ya no cumplimos los cincuenta, hemos visto una Zaragoza
de muchos colores, con tonalidades en
busca de definición de nuestro propio estado personal.
Hubo una época colorida en la que
la infancia estaba rodeada de lugares comunes, pues aunque en esos años, todo
parecía grande, la verdad es que allá
por los sesenta, Zaragoza era pequeña, muy pequeña, o se limitaba a
determinados espacios, que nunca llevaban, por supuesto, a cruzar a la otra
orilla del padre Ebro, convertido en
tabú infranqueable, al que muchos, por otra parte, volveremos en forma de
cenizas.
Puerta del Carmen diaria, la que nunca supo muy bien de qué lado
estaba; colegio Joaquín Costa, con sus botellines de leche,
desayuno diario que procedía, decían, de los amigos americanos; paseo de Marina Moreno (hoy de la Constitución),
paseo Independencia, calle Alfonso, plaza del Pilar, la grandiosa plaza del Pilar y por fin la plaza
de La Seo. Lugares que se presumen oscuros en aquellos años, pero que en la
imaginación de un niño solo cabían coloridos.
En esa plaza, con el buen tiempo,
pasábamos las tardes de domingo, barquillo en mano, sentados en bancos
desvencijados que ocupábamos con movimiento rápido en cuanto alguien se
levantaba, tras la correspondiente mirada parental ordenando la acción. En ocasiones, la vieja o viejo de turno
(desde la visión de un niño de cinco o seis años) llegaban antes y solo nos
dejaban la esquina en la que los padres se sentaban apretados, haciendo como si
con ellos no fuera la reserva de banco hecha por los "trastos" de su
hijos. A mi hermana pequeña y a mí nos quedaba esa minúscula barandilla
decorativa de metal, ondulada, que separaba el cemento del césped, que se nos
clavaba en el culo, dejándonos la marca rojiza casi perpetua.
Desde aquél lugar privilegiado
veíamos los tranvías pasar por la
glorieta de La Seo y, en ocasiones, oíamos la campanilla que tocaba el bueno
del conductor para saludar a los niños que jugábamos en la plaza a espantar a
las palomas. Por aquel tiempo, los juegos para algunos, se centraban en la
obligada y mágica imaginación infantil.
Diferente color ofrecía la Zaragoza de los setenta. Mudados de
barrio y trasladados a zona obrera, barrio
de San José, fue, entre juegos y realidades, despertándose la conciencia de
lo que hoy somos. Zaragoza, o la mente de un pequeño adolescente, de repente se
convirtió en gris, oscuro, gris muy oscuro… pero bueno, esto no era el inicio
de lo que quería transmitir en estas líneas, aunque puede que sea objeto, o no,
de posteriores reflexiones personales.
Así pues, cuando se pasea por las
arterias de la ciudad sin observar ni los propios pasos, distraídamente, ésta
parece distinta a cuando la mente, persiguiendo no se sabe qué espíritu, nos
transporta por cavilaciones existenciales, en las que puede que la percepción e incluso el color se
transformen sin alterarse.
Retomando el origen de este
artículo, uno de esos lugares de la Zaragoza a color, es el Parque Pignatelli. Supone la unión
natural entre el barrio de Torrero y
el centro de la ciudad. Su nombre
fue designado en honor al canónigo ilustrado
aragonés y eminente zaragozano Don
Ramón Pignatelli de Aragón y de Moncayo, conocido, entre otras cosas, por
ser el impulsor del Canal Imperial de
Aragón, además de la Real Sociedad
Económica Aragonesa de Amigos del País.
El parque, fue construido hacia
los años veinte del siglo pasado en el lugar que ocupaban los viveros del Canal Imperial. Éstos se unían por
un paseo a las llamadas Playas de
Torrero y al Puerto de Miraflores, en la orilla del Canal. En el interior
del parque se erige un monumento a Don Ramón, realizado en 1858 por el escultor Antonio Palao y que fue trasladado desde su anterior ubicación, la
actual Plaza de Aragón. Don Ramón
Pignatelli se alza en majestuosa escultura rodeada de un pequeño estanque, así
como de palomas y sus correspondientes excrementos. Lanza su inexpresiva y elevada mirada cobriza
hacía su magnífica obra y hacía los
montes de Torrero. En su pedestal, de piedra de La Puebla de Albortón, está grabado el escudo de Aragón, en la cara que da al sur de la ciudad.
En el barrio de Torrero hay un dicho popular que refleja la posición
de la estatua en el parque y que dice: "Don
Ramón de Pignatelli, era un hombre muy severo, el culo pa Zaragoza y los
cojones pa Torrero". Este dicho muestra la proverbial singularidad del barrio y sus gentes, así como su
identificación con la figura de Pignatelli y su obra más destacada.
Con una conservación deficiente,
sobre todo en sus zonas verdes, el parque ha tenido diversas remodelaciones, la
más destacada en 1985. Al oeste de su superficie se encuentran los primitivos depósitos municipales de agua, activos
hasta hace unos treinta años y que, como pacientes fantasmas, esperan que en
algún momento llegue otro aragonés
ilustrado que sepa valorar la bondad de dicho espacio en el centro de la
ciudad, propiedad, no olvidemos, de las zaragozanas y zaragozanos. En su
entrada sur se encuentra la Iglesia de
San Antonio, que recoge en su interior un cementerio militar italiano,
lugar de culto del fascismo europeo.
Cuando en el cambio de año vemos
el transcurrir de un tiempo pasado y nuestro propio y personal tránsito por el
mismo, en ocasiones nos hacemos tontas preguntas sin respuesta, cosas de la
edad: ¿cuántas miles de veces hemos podido caminar algunos por el interior de
este parque a lo largo de nuestra vida?
La respuesta, por estar en su interior, nunca seríamos capaces de
responderla. Quizás Don Ramón, desde su atenta perspectiva visual, lleve la
cuenta…
Buen y acertado año 2015 para
todas y todos los lectores de este estupendo y esforzado blog y que la "virtud" nos acompañe.
Antonio Angulo Borque