Cada uno crece con sus manías, con sus miedos y con sus pecados. Cada uno somos resumen de tantas y tantas verdades que en un instante se hicieron mentira, que al final somos parte de una historia en la que quisimos creer, porque simplemente había que creer en algo.
Somos casi marionetas de nuestra risa y sombras de nuestras lágrimas y en el camino andamos intentando pasar desapercibidos, ausentes, sin dogmas. Invisibles.
Cuando era niña mi abuela, duelo oscuro, solía decirme que era pecado, porque mi nombre no tenía santa y yo la escuchaba y quería que se callara, pero a ella le divertía ver mi mirada cuando me decía que era pecado y le gustaba repetirlo hasta que yo huía de su lado y me escondía en la carbonera, donde todo era negro y pecado.
Luego sin más, decidí olvidar sus palabras y avancé en los días de mi vida sabiendo que mi nombre era pecado, porque no tenía santa, y bailé con el pecado hasta el amanecer y con el pecado me acosté y con él brindé y con él engañé con las más firmes verdades.
Y en nombre del pecado sucumbí y me levanté y me traicioné y me decepcioné. Y también amé.
El pasado viernes una mujer me dijo: “Hoy es tu santo, felicidades”. Me detuve y le respondí: “No tengo santa. Mi abuela me decía que no tenía santa”. Ella me hizo acercarme hasta su mesa y señalando la fecha, 27 de enero, susurró: “Sí. Santa Ángela de Mérici”.
Le sonreí y le di las gracias y salí de aquel espacio pensando que mi abuela siempre supo que tenía santa, pero a su manera de mujer de La Almolda quería que fuera fuerte, quizá como ella, y yo solo era una niña que todo lo observaba desde una realidad con palabras oscuras que retumbaban en mi pequeño cuerpo y se deslizaban hasta mis tobillos como gotas de agua negra, aterciopeladas, que navegaban entre tu duda y mi quizá.
Cuando aquella mujer pronunció el pasado viernes esas palabras, nació otra realidad, y ahora ya no sé qué hacer con mi pecado ni qué hará él conmigo.
Así que vuelvo a la carbonera de mi infancia y las lágrimas negras y silenciosas son el rubor de un parpadeo y me sumerjo de nuevo en el pecado de un nombre sin santo.
Y a ella, a la que puso santa a mi nombre, le doy las gracias y disculpas porque yo no conozco su nombre.
Ángela Labordeta - eldiario.es - El Prismático de Aragón