Alguien, dijo un vez : “perro con cola, no caza ratones”. Y así comenzó este pequeño relato de y sobre Montemolín, un barrio de Zaragoza, con muchas historias.
Hay ciertos acontecimientos, en la cronología de nuestra vida, que siempre son recordados, —no te abandonan—, sobre todo si han sucedido en tu infancia, y estos a su vez han contenido cierta dosis de dramatismo, de miedo o incluso de pánico. Estos momentos o situaciones, unas veces han sido “buscadas”, y otras en las que te ves envuelto en ellas, sin haberlo deseado. “¿Porque estaría en ese lugar, ese día, y a esa hora?”— piensas posteriormente.
El asunto que os relato sucedió en el Barrio de Montemolín, de Zaragoza a mediados de los años 60, tendría yo sobre ocho o diez años. Recuerdo el insoportable y bochornoso calor, y que todo aconteció a media tarde, en temporada de vacaciones escolares de verano
Mi querido padre trabajaba por aquellos años en una fábrica de tejidos en el Camino de Las Fuentes, muy cerca de casa, y era el responsable del mantenimiento de las calderas, estas suministraban vapor para las calandras, y agua caliente para los tintes, por esa razón comenzaba muy temprano su jornada laboral y así sobre las dos de la tarde tenía ya "tiempo libre" para dedicarse a otros menesteres (el pluriempleo por aquella época estaba en su máximo esplendor).
Mi mayor ilusión, era acompañarle a cualquiera de estas obligaciones, máxime al estar de vacaciones. Y si el “asunto” era por el barrio, casi siempre me dejaba ir con el…; recuerdo que ese día sugirió que no fuera. Ante mi insistencia accedió, avisándome previamente que no me iba a gustar.
En nuestro entorno proliferaban gran cantidad de vaquerías, y en estas, junto con las vacas, convivían ciertos animales muy desagradables…: las ratas. Para su “extinción” se empleaban todo tipo de argucias, venenos, cepos y…, perros ratoneros, que eran criados casi exclusivamente para estos menesteres. Los pequeños perritos, no se atrevían con las grandes ratas, pero sí con sus crías, y por lo tanto desempeñaban una gran labor. —Muerta la cría, se acabó la rata—.
En una de estas vaquerías, situada a mitad de la antigua calle Fillas, se iba a producir el desagradable acontecimiento que hoy todavía recuerdo. El acceso al recinto se hacía por un gran portón lateral al lado derecho de la entrada edificio, y atravesando un pasaje de cierta altura, nos introducía en un amplio corral, situado al fondo de la finca. (Todavía recuerdo ver entrar por estas enormes puertas los grandes carros cargados de alfalfa, arrastrados por las caballerías).
Una vez dentro nos encontramos a varias personas reunidas, entre ellas el propietario, de la vaqueríay tres señores que reconocí “como del barrio”, todos ellos con una “misión”, efectuar una caudectomía a un perrito joven de unos cinco o seis meses aproximadamente. (Demasiados meses, para este tipo de “intervención”, hay que advertir ahora).
Tanto el animalito, como el “niño pequeño observador. Un servidor”, éramos los dos únicos “invitados” que desconocíamos el porqué de esta reunión. El primero correteaba alrededor de todos nosotros, como si la fiesta no fuese con él, y el segundo (yo), estaba más atento a las vacas y a los terneros, que a otras cosas. Hasta ese instante todo era normal... o me lo parecía.
Llegado el momento todo el grupo nos dirigimos a un pequeño cobertizo del corral, allí una vieja y “destartalada” mesa de madera, presidia el centro de la estancia. Era todo el mobiliario. Justo debajo de esta mesa, comprobé a existencia de un caldero metálico lleno de carbón incandescente, conteniendo unas tenazas de gran tamaño, y al lado de este recipiente, una lata de “Zotal” y unos sucios guantes junto con unos viejos trapos. Todo esto que os cuento era el “instrumental” de lo que iba a ser aquel “quirófano móvil veterinario”.
Acompañaba a todo esto un olor nauseabundo, típico de vaquería, que junto con las moscas y el calor, hacían de todo ello un “cóctel asqueroso”, macabro y... paralizante.
Nada más entrar en el cobertizo, quedé apoyado —más bien “pegado”— en la pared, algo lejos de la mesa, pero observando todo. No podía escapar, estaba allí y tenía que verlo, aunque no quisiera observar el final de aquella “reunión”.
Alguien debió de dar la señal, y uno de los participantes llamó al animalito, y este —sin saber hacia donde caminaba—, fue directamente a él. El hombre lo cogió entre sus brazos, de la forma más natural y cariñosa.
El pequeño perro se dejaba tocar y acariciar. Un instante después, lo acercó a la mesa y sin soltarlo lo posicionó horizontalmente y sujetándolo con fuerza hizo un gesto a los demás, confirmando que todo estaba preparado. Uno de los participantes, que se había colocado previamente los guantes sucios de gran tamaño... fue el que cogió de forma ágil la tenaza del caldero y rápidamente el único de los invitados que no había participado todavía, entró en “escena” y acercándose a la mesa y sujetó la colita de perro.
El hombre de las tenazas hizo un ademán de querer medir por donde iba a cortar, seccionar o “ intervenir” y... zas!!!, con un corte rápido, perfecto y “limpio” nuestro canino amigo se quedó sin rabo, en menos que canta un gallo.
La persona que quedó con el apéndice en sus manos, lo dejó en la mesa y de forma automática aplicó con uno de los sucios trapos (gasa estéril), una buena dosis de Zotal, (supongo que como garantía de "posoperatorio", antiséptico, antiinflamatorio y anti-doloroso , vamos... un “tres en uno medicinal“). A los efluvios olorosos anteriores había que añadir ahora el olor a carne quemada, y el del Zotal, estos a su vez se mezclaban con todos los demás y terminaban de completar el macabro y sanguinario cóctel oloroso .
Con los aullidos del pobre animal se daba por terminada de “cocinar la situación”. Todo había terminado, el perrito al verse suelto de las manos que lo sujetaban, dio un gran salto de la mesa y como alma que lleva al diablo dentro, comenzó una larga carrera alrededor del corral hasta que consiguió esconderse debajo de unas escaleras. Los gemidos del animalito siguieron oyéndose pero yo respiré profundamente, me separé de la pared ( hasta ese momento estuve como sujeto a ella), me acerque a mi padre y cogiéndole la mano, pregunté ¿por qué ?
Este muy tranquilo y sereno, me contestó:
¡¡Los perros con cola no cazan ratones!!
Todo había acabado, para el perrito, y también, para los “cirujanos veterinarios”. Para estos fue un trabajo más de colaboración y ayuda vecinal. Para el animalito, supongo que un dato para su “cv en su ficha o cartilla de caza ". Para mí, como experiencia supuso el que nunca más volvería a presenciar una acción de este tipo.
Francisco Murillo - Heraldo de Montemolín
Francisco Murillo - Heraldo de Montemolín