Por su importancia, le dejamos
hablar a él. El periodista y escritor Sergio del
Molino (Madrid, 1979) publica La España vacía. Viaje por un país que nunca fue (Turner), un ensayo sobre la
despoblación rural que se produjo a partir de los años 50, diáspora que ha
terminado convirtiendo a España en un país imaginario del que, sin embargo,
todos guardamos alguna imagen fantasmagórica.
Parece que desde el propio subtítulo
pretendes apelar directamente a los tópicos. ¿Qué le debes a este país vacío
para que emocionalmente te hayas lanzado a escribir un libro como éste?
Ciertamente sí que hay una conexión sentimental, y creo
además que ya estaba expresada en mi novela anterior. Una de las cosas que
exploro en Lo que a nadie le importa (Literatura Random House, 2014) es
cómo mi abuelo, que nunca ha vivido en esa España vacía porque procede de ese
pueblo menguante que es Bubierca (donde nació pero nunca ha vivido), considera
que pertenece a él y que allí ha construido una mitología. Cuando se jubiló se
compró una casa y se convirtió en campesino, pero un campesino de mentira,
porque él siempre ha sido de ciudad. Quien lo ve, cree que ha vivido en el
pueblo toda su vida y que viene de plantar tomates, aunque las manos las tenía
perfectas porque era un white-collar.
En esa reflexión está el germen de este libro como motivo
literario y narrativo. Para todo lo demás no hay una cuestión de deuda, pero sí
una clara relación biográfica al margen de la conexión familiar con mi abuelo,
y ésta es la conciencia que tengo de vivir en Zaragoza, una ciudad rodeada de
desierto y donde no hay un entramado urbano. Literariamente siempre me han
interesado mucho los márgenes de la ciudad, los cinturones, esas tierras de
nadie, las zonas de transición. En Zaragoza no existen apenas; de repente,
sabes que el siguiente poblado está a cien kilómetros y viven cuatro abuelos.
En esa conciencia del desierto, que yo he recorrido mucho como periodista, y
también por gusto, hay una fascinación íntima que viene de años atrás, un
runrún que me viene acompañando desde hace tiempo y que, como tema y motivo de
reflexión, me parece poderoso. Es una literatura que siempre me ha gustado de
una forma bastante natural, no estoy intentando saldar ninguna deuda con la
España vacía porque ni siquiera procedo de ella. Pero sí que tengo una
vinculación sentimental.
En las primeras páginas del libro dices
que “España tiene mucho que digerir y muy poco estómago”. Es como si los
tópicos aparecieran de manera inconsciente. ¿Es algo propiamente nuestro o
sucede también fuera de España?
Sucede en todos los países. Y hay motivos como la
heterofobia o el desprecio al paleto que son constantes. Un paleto es un paleto
en todas partes, ahí tenemos el redneck norteamericano. Y los franceses, por
ejemplo, han sido maestros en el arte de despreciar al bruto del campo. Son
como el paradigma del desprecio. Si quisieras despreciar bien, tienes que
fijarte en cómo lo hacen ellos porque lo hacen muy bien. Pero volviendo a la
pregunta, la diferencia no es tanto cualitativa sino cuantitativa. La
diferencia es la intensidad. El dramatismo que le damos nosotros a las cosas,
como algunas expresiones universales, en España tienen un cariz muy bronco,
violento y a menudo está muy acompasado con el paisaje. Esos mismos mitos se
pueden explorar en otras naciones, y existen, pero no de una forma tan
dramática y determinante a la hora de definir un país como España.
¿Existe alguna alternativa posible que
nos permita recuperar ciertos lugares sin convertirlos necesariamente en
reclamos turísticos?
No lo sé. No he escrito un ensayo programático, de hecho
no tengo capacidad para eso. Tengo capacidad para identificar, explorar
literariamente y hacer sugerencias. Es una cuestión que rebasa el sentido del
libro. Si preguntas por mi opinión al respecto, te diré que lo observo con poca
esperanza. Tal vez habría que rebobinar y no haber destruido la cultura y el
pasado agrícola. En ese sentido, el turismo puede ser una tabla de salvación,
pero el futuro que dibuja Houellebecq en El mapa y el territorio, que concibe
Francia (y por extensión tal vez Europa) como un gran
puticlub-museo-restaurante Michelín, ya se está viviendo en algunas zonas de la
España vacía. Es muy triste porque conlleva asumir tu propia caricatura e interpretarla.
La encrucijada es muy difícil porque se han probado muchas cosas y ninguna ha
funcionado. La sangría sigue. Creo que nadie tiene una respuesta sobre cuál es
la fórmula para que muchos pueblos sigan existiendo y su gente con ellos.
Lamentablemente vamos a presenciar la desaparición de muchos más.
Sobre el caso del crimen de Fago: “No
querían ser contados por otros ni encajar en ningún cliché sobre la vida rural
o la España negra, pero tampoco querían contarse ellos mismos”. ¿No
verbalizarnos a nosotros mismos ha contribuido a dilatar la brecha entre el
campo y la ciudad?
Sí, pero en general la gente que vive en el margen no
quiere ser contada. Si se han echado a un lado, igual quieren que los dejen en
paz. Yo me pregunto muchas veces quién cuenta la vida de otros y quién tiene
derecho a poner voz a los demás. Desconfío mucho de la gente que asume
portavocías. ¿Quién les ha pedido permiso? A lo mejor tienen voz y no quieren
alzarla. Hay mucho paternalismo y mucha superioridad moral en ese aspecto. Me preocupa
mucho como escritor y como periodista, y por eso en parte he escrito este
ensayo, porque quería explorar cómo hemos acallado y silenciado a cierta gente.
Luis Iribarren. - 07 2016