Cuando diseñamos ciudades —algo que hacen
los políticos y los técnicos constantemente aunque los Planes de Ordenación
Urbana sean cada década (más o menos)— estamos siempre pensando en la política
urbana del futuro de esa ciudad. Pero es cierto que no siempre en el “mismo” futuro. No es
lo mismo pensar en una ciudad para dentro de 10 años que en una construcción de
ciudad para dentro de 50 años. Tanto por el volumen de los cambios o
transformaciones como por el tipo de decisiones.
La orografía y la historia van
configurando las ciudades como lienzos sobre los que muchas decisiones van
dejando brochazos y en alguna ocasión pinceladas suaves. La suma de todas ellos
tienen por obligación que configurar una obra que se lea con facilidad. Que sea
barata de mantener, que sea cómoda, amable, suficiente, y a ser posible
elegante y bien estructurada. Que sea agradable de habitar. Es decir, que esté
pensada para las personas.
En la medida en que las ciudades crecen
muy rápido los brochazos son bastos y dejan borrones que luego no hay quien
sepa limpiar. Si la ciudad ya es grande antes de ponerse a crecer sin control,
los manchones suelen ser brutales. Zaragoza apasionó su crecimiento con la
entrada del siglo XXI y tuvimos dos suertes. Que se paró y que duró poco el
boom (de explosión) que sufrimos todos. Y aun así se cometieron errores graves que
nos costará limpiar. No doy nombres.
Pero Zaragoza debe seguir mirando la futuro, como
es la obligación de todos. Del futuro temporal y del futuro como oportunidad de
mejorar. Siempre pensando en las personas que ahora y después habitarán esta
ciudad. Nada es posible entender en urbanismo si no es realizado pensando en su
uso ciudadano. Una ciudad tiene que estar llena de personas, toda actuación urbana
tiene que hacerse pensando en que hay que llenarla de usos personales.
Cualquier idea para una ciudad si descuida su uso ciudadano no sirve para nada.
Ni estéticamente sirve.