El viernes falleció mi madre y una parte de mí, se ha ido con ella. Sé que es ley de vida pero afrontarlo, cuando llega, no deja de ser amargo y doloroso porque no solo se ha ido una mujer increíble. Se ha ido la persona que más me ha apoyado en esta vida.
Desde que nacimos, mis hermanos y yo sentimos su ternura, amor y paciencia y eso nos marcó el carácter. Sentimos su protección y sus desvelos. Es ella la que me apoyó, me dio cuanto tuvo, me alentó en los momentos más difíciles y me enseñó a caminar por la vida. Nos educó con sus valores de respeto y amabilidad. Me enseñó a ser feliz con lo que tengo y a sacar lo mejor de mí.
Pasaron los años y creé una familia y ella pasó a ser una abuela admirable a la que muchas veces ignoré, enredado en mis batallas diarias. Su amor por los suyos fue desinteresado, a prueba de desastres, de incomprensiones y, algunas veces, de olvido. No le importó recibir poco por tanto que ella nos dio.
Quisiera, querida madre, quedarme en paz.
Te pido perdón allí donde estés, por mi egoísmo de hijo mimado, por no haberte dicho cuanto sentía, por no haberte dado mil abrazos cada día. Gracias madre mía por cada beso que tú sí me dabas, por cada caricia, por cada palabra y por cada silencio. Por darme la vida y enseñarme a vivirla. Por darme todo sin pedir nada.
Ahora que ya no estás solo te puedo corresponder recordándote y amando a mis hijos como tú, madre mía, me amaste a mí. Si nuevamente volviera de nuevo a nacer, solo una cosa pediría:
¡tener la misma madre otra vez y quererla cada día!
Daniel Gallardo Marin