En épocas pasadas, un gran
estratega político-militar llamado Berziano, que nunca llegó a Capitán General,
decía que "una cosa son los adversarios y otra los enemigos", e
intentaba inocular tal filosofía a sus huestes que, fieles, le seguían en la
batalla por la conquista de su cadalso personal, que postreramente sería
colectivo.
Dentro de ese ejército de
seguidores, no solo había tropa —soldados rasos provenientes de levas, en
ocasiones voluntarias por el amor a su "patria"— que nunca se cuestionaba
el discurso que lanzaba en las arengas su general, también había alféreces,
subtenientes, brigadas, algún teniente coronel, gentes con gran experiencia en
mil batallas.
Todos ellos intitulados, unos por
merecimiento propio y otros, quizás, por el puro paso del tiempo, si bien, ese honor
les confería el derecho a tener criterio propio y una visión más pegada a la
realidad, gracias a las muchas ofensivas vividas, teniendo como guía en sus embestidas,
no hacer distingos entre los enemigos y los adversarios, cuidando su presencia
por igual, lo que había hecho que sus vidas fueran longevas.
En una de esas luchas, al llegar
a la cima de la colina con el ejército diezmado y todavía en el fragor de la
batalla, llegados los tiempos de la negociación con el adversario, éste
demostró ser mejor estratega que nuestro militar. Con una visión más amplia del
campo de batalla, osado y atrevido, quizás por su bisoñez y, por lo tanto,
desconcertante en sus movimientos y decisiones, plantó cara a lo que "siempre
había sido", y el gran estratega, que nunca sería Capitán General, quedó
sumido en un mar de contrariedades al comprobar que no era capaz de adivinar los
movimientos del enemigo, mientras éste, a la vez que negociaba, seguía mirando
el horizonte sin descuidar sus posiciones.
En el convencimiento de que el
contendiente era mucho más torpe que él, por supuesto; mucho menos inteligente,
inferior; menos bregado en cuestiones estratégicas, peor negociador, incluso
despreciable en su pueril inocencia táctica, no se esperaba una lección de la
que por supuesto nunca aprendió. Nada de lo acontecido venía reflejado en los
libros de estrategia militar de ninguna de las Academias frecuentadas hasta
ahora por nuestro debilitado guerrero.
Él, siguiendo firme en su impostada
seguridad, en la creencia de que eran los demás los que siempre se equivocaban,
invariablemente, tenía los mejores argumentos, las mejores ideas, la estrategia
más eficiente y la razón; no dio su
brazo a torcer ante la constatación de la nueva realidad, y salvando siempre su
condición personal, nunca quiso escuchar a sus oficiales. Éstos siempre le decían
que "con esos adversarios era mejor tener enemigos", si bien es
cierto que, en ocasiones, sabían que los enemigos se convierten en aliados y
entonces sí que son adversarios y como tal hay que tratarlos, con el respeto
necesario, pero sin descuidar la retaguardia.
Al estratega errado, que nuca
llegaría a Capitán General, jamás le
importó que por el camino fueran cayendo piezas de su ejército, tan necesarias
para futuras batallas, y así hasta su destrucción final, hasta el aniquilamiento
total por esos enemigos mal valorados.
Berziano, ya sin ejército que
mandar a la nada y sin haber llegado nunca a Capitán General, siguió en su cavilar,
cual demente con sus monstruos, encerrado en la torre del castillo conquistado
por sus enemigos, dando sabios consejos a las paredes rocosas, silentes y
húmedas de su estancia, las que en el sueño de su razón, siempre le respondían
lo que quería oír. Allí, hasta el final de sus días, nunca le falto una triste
palangana con gachas malolientes, rasgados harapos y hojas raídas,
descompuestas y sucias de libros de mil batallas, y esa autosatisfacción
tramposa de sentirse escuchado por nadie, ya que su ejército se difumino en el
sinsentido de lo inexistente y él, ya nunca llegaría a Capitán General y ya nunca
tendría la oportunidad de apreciar si sus enemigos, en realidad, eran sus adversarios.
Antonio Angulo Borque