La verdad es que uno quisiera ser positivo y a fe que lo intento, pero la realidad cotidiana no da mucho pie a serlo. No es suficiente con comprobar la vulnerabilidad de nuestras propias familias sino que nos levantamos día tras día leyendo, viendo o escuchando lo que nunca uno quiere para él y tampoco para Siria, Bruselas o Paquistán. Violencia, terrorismo, guerras, hambruna, crisis, corrupción, el avance de la ultraderecha o xenofobia minan la moral de cualquier ciudadano que creemos en la paz, en la igualdad, en la honradez y la justicia.
Nacemos sin saber quiénes somos, ni cuál será nuestro futuro. Nacemos sin elegir familia, raza, religión, color, sexo o país. ¿De dónde sale tanto odio, racismo, egoísmo, ambición o desprecio? En los países donde la religión lo llena todo, el trabajo de la Comunidad Internacional tiene que ir a invertir en empleo, educación, cultura, salud y bienestar. Si no, el caldo de cultivo para los terroristas, seguirá creciendo.
En los países desarrollados, hay que buscar la integración social eliminando los guetos económicos y sociales. Que el 1% de la población amase la misma fortuna que el resto del planeta no es de recibo. La pobreza sigue arraigada en un mundo desigual e inseguro, donde invertir en armas con las que luego se hace la guerra es más importante que alimentar o ayudar a la población mundial.
La violencia sigue lastrando este mundo fraccionado entre el poderoso y el débil. La paz no es solamente la ausencia de guerra; mientras haya pobreza, racismo, discriminación y exclusión difícilmente podremos alcanzar un mundo mejor.
Daniel Gallardo Marin