Hace pocos días leía una entrevista realizada al geógrafo francés Christophe Guilluy, en la que decía que los partidos tradicionales se crearon para una clase media que ya no existe. Puede parecer una locura, pero no lo es, simplemente es el nuevo desafío de una política que se ha construido sobre anclajes que todos creíamos inamovibles y que, con la brutal crisis que ha azotado a Europa y al mundo desde el año 2007, han saltado por los aires y nos han dejado huérfanos.
Hoy ya no hay conceptos eternos, la izquierda y la derecha tradicionales se rompen en una sucesión de batallas y corrupciones inadmisibles y parece que solo puede obtener éxito aquel/aquellos que sean capaces de saber gestionar la rabia de los ciudadanos, que es mucha y por muchos motivos, lo que sin duda entraña otros muchos peligros.
Acabamos de ver cómo Emmanuel Macron, un hombre sin partido y sin ninguna experiencia electoral, se alza en Francia con el triunfo. Frente a él, Marine Le Pen, de ideología ultraderechistas, xenófoba y antieuropeista, mientras y en casa, más de un 25 % de franceses que decidieron no ir a votar, no porque no les gustaran ni Macron ni Le Pen.
Simplemente porque consideran que el sistema está agotado, gangrenado podríamos decir, y que nadie, ni los llamados partidos tradicionales ni las nuevas y populistas formaciones, responden a sus expectativas, porque los términos se han vaciado, el sistema ha hecho crack y entre la derrota de la corrupción y la falsa ideología de los nuevos, no saben dónde posicionarse y deciden quedarse en casa frente al televisor, deseando que Francia no sea ese país xenófobo y ultraderechista que propone Le Pen.
Lo desean, pero se quedan sentados en su sillón, soñando con esa Francia motor de libertades, vanguardias y solidaridad que un día fue.
Eso ha sucedido en Francia, sin embargo en América vimos cómo Trump llegó a la Casa Blanca gracias al voto de millones de americanos, alejados de las grandes metrópolis, y que se consideran olvidados, humillados, sin trabajo, personas que hace diez años estaban bien integradas y que cada vez lo están menos, y cuando uno no encuentra respuestas a sus males, busca culpables y busca héroes de papel que pronuncien las frases que queremos oír, los sueños que queremos ver cumplidos y en nuestro imaginario personal volvemos a ser los hombres y mujeres que fuimos hace diez años y ese discurso nos lleva a darle nuestro voto a un tipo multimillonario, lleno de complejos, y que jamás entenderá a una sociedad que anda desorientada y enferma, porque no encuentra más que palabras vacías y espejos que devuelven su imagen deformada e irreconocible.
Mientras eso viene sucediendo en otras latitudes del mundo, en España asistimos a un combate sin escudos en el corazón del PSOE, sentimos cómo el PP nos robó el alma y nos la sacó mientras dormíamos el sueño del “todo va bien” y los llamados nuevos partidos nos alegran los días con espectáculos con los que pretenden hacernos crear que “todo irá bien” si ellos alcanzan el poder.
La pérdida provoca la novedad, porque los mensajes originales se reducen al silencio. Hay mucho ruido a nuestro alrededor, tanto que ya no escuchamos porque ni siquiera sabemos escuchar, hasta de eso nos hemos olvidado. La rabia no se gestiona, se alimenta y eso es lo que andan haciendo unos y otros para obtener un puñado más de votos que sus contrincantes, para hacerse con el poder a un precio muy alto, demasiado alto: el de la decepción y el miedo; el de los grandes y salvajes titulares. El de las mentiras.
Ángela Labordeta - diario.es