Tendría diez u once años cuando descubrí que hay muchas formas de soledad y que quizá fue Emily Dickinson la que escribió sobre la soledad más lúgubre de la forma más descarnada: “Este es mi carta al mundo/Que jamás me ha escrito”.
Tendría diez u once años cuando descubrí que en esa soledad de niña no era especialmente feliz y mi carta al mundo no tenía remitente y como destinatarias, un grupo de niñas de mi misma edad con las que yo quería jugar, caminar y de las que me separaba una bolsa de sidral, un paquete de pipas a peseta, cuatro barras de regaliz negro y algunas nubes con sabor a algodón pasado.
Cada día, los días eran repetidas secuencias de nuestras propias inseguridades, yo y mis amigas deseadas ocupábamos espacios separados y en la soledad de un patio de recreo, que casi rozaba el cielo, cada una degustaba, en la más estricta de las soledades, su pequeña bolsa de sidral, recogiendo las cáscaras de las pipas para que no aterrizaran sobre un suelo gris y húmedo.
Ella, una de mis amigas deseadas, un día me miró y me dijo:
-¿Jugamos al pacto?
-¿Cómo? –le pregunté asombrada.
-Tú te compras tus golosinas y te las comes sola, ellas se compran las suyas y también se las comen solas y yo hago exactamente lo mismo. Tenemos las `chuches´ que más nos gustan, pero estamos solas, y no nos escuchamos y somos incapaces de hablarnos, porque cada una de nosotras considera que lo suyo es lo mejor y no quiere saber nada de las razones de las otras.
Tendría diez u once años cuando en un patio de recreo sobre una azotea de un edificio de ladrillo, cinco niñas jugábamos al pacto y, tras un largo, intento y sincero debate, cada día decidíamos de forma conjunta qué golosinas íbamos a comprar con el dinero que entre todas sumábamos. A partir de aquel día no todas las `chuches´ me gustaban, algunos días no me gustaba ninguna, pero eso no era lo importante, lo importante era el debate y las palabras que cada una de nosotras exponía para convencer al resto y cuando llegaba el momento del pacto todo se detenía, porque ese acuerdo era el tesoro de lo que sería y era nuestra verdad más rigurosa e importante, porque era la verdad de todas, una verdad compartida y pactada.
Algunos días solo había bolsas de pipas a peseta, otros el regaliz bañaba el sidral, los más se cubrían de nubes que a mí me sabían a algodón pasado, pero eso ya no importaba, porque ante nuestros ojos el horizonte no tenía brumas, ni espesas condenas del conmigo o contra mí.
Mis amigas y yo fuimos niñas jugando al pacto y ese fue el tesoro de nuestras mañanas escolares. ¡Qué duro el desamparo de la luz que abraza una única razón!
Ángela Labordeta