Paseando estos días por mi ciudad, pareciera que estamos regresando a
épocas pasadas. Tiempos oscuros en los que la Iglesia Católica era la encargada
de nuestra conciencia y nuestro
transitar; de moldear nuestras vidas, haciendo del miedo el garante de su
sostén. El nacional-catolicismo era el referente “filosófico-ideológico” de
nuestra existencia impura. Épocas casposas y aturdidas, juiciosa y
racionalmente olvidadas. Aisladas conscientemente en nuestro cerebro, pero
perennes en el subconsciente atormentado de nuestro vivir colectivo. Algunos
quieren que no olvidemos esos días tristes de ceniza, pescado y penitencia;
días de represión vital, en donde la carne era pecado y el pecado, ya se sabe,
nos podía condenar. Pecar de pensamiento, palabra y obra; sobre todo de
pensamiento, pues para hacerlo de obra, había que brincar demasiados obstáculos
y, de palabra, podía hacerse demasiado visible y darse a entender más de lo
aconsejable.
Nos hacen recordar a ciudadanos tristes, oscuros y sumisos, colmados en
esos días de violentas imágenes sangrantes, purificadoras y redentoras, camino
del eterno paraíso. Ciudadanas y ciudadanos descalzos, encadenados,
flagelándose para mayor salvación de sus conspicuos pecados. Hoy todo es más liviano,
sí, la Curia se adapta a los tiempos. La
religiosidad de los participantes es lo de menos. Lo importante es su presencia
esparcida por cada rendija o vericueto de la ciudad. El poder omnímodo que se
transmite. Proliferan por todos los lugares y barrios personas enfundadas en
sus trajes de penitente, con sus
capiruchos enigmáticos y sombríos, incluso niños, como si fueran a una fiesta
de disfraces, alegres e inconscientes. Todas estas imágenes y situaciones,
irremediablemente, a algunos les lleva a hacer paralelismos con situaciones
semejantes vistas en otros lugares del planeta. Fe y razón: eterna dicotomía.
Una ciudad, la nuestra, esa que queremos cambiar, modernizándola y
adecentándola racionalmente hacía un futuro ilustrado y alegre, ha sido
secuestrada por una confesión religiosa que se adueña por unos días, como en
los viejos tiempos, de las calles y las plazas, del aire que respiramos, de las
imágenes que se transmiten hacía el interior de nuestra mente a través de esos
cristales cansados de tanto pasado, de tanto “Nodo”, de tanta vuelta atrás.
Vemos la mirada temerosa de un niño, que no entiende a qué lugar le ha
transportado la realidad penitente y ruidosa de esas gentes que se esconden
tras capirotes tenebrosos. Gentes que
mañana, seguramente, lucharán contra su vecino por su trozo de miserable vida
compartida. Gentes que mañana,
seguramente, insultarán y oprimirán al diferente para demostrar que son
superiores a él. Gentes que mañana, seguramente, ejercerán la violencia
gratuita contra su compañera, sus hijos, su empleado…por eso estos días hacen
penitencia manifiesta de sus pecados futuros. Entremezclados, también se
encuentran los que en su profunda creencia religiosa, la transmiten en cada
labor que realizan y actúan consecuentemente con ella, creyendo en el ejercicio
íntimo de la misma.
Convenientemente aderezada y económicamente revelada, “la Semana Santa” se
adueña de nuestras vidas, de nuestros pequeños rincones, de nuestros pasos callejeantes
y soñadores por esta ciudad amada, por donde discurre el tiempo, nuestro
tiempo, su tiempo, siempre su tiempo. Se
adueñan de todo lo que nos pertenece y lo hacen en honor a la tradición, a la
religión, la de siempre, la del miedo, la del temor, también en aras de su
economía, de sus beneficios terrenales. Aprovechan cada instante para seguir
aumentando su presencia forzada entre los mortales.
Los medios de comunicación públicos, ignominiosamente, se ponen al servicio
de la Iglesia Católica, para mayor regocijo de los purpurados. Algunas
autoridades desfilan con honor irracional en su condición de tal, dando la
espalda a parte de los que representan, creyentes o no. Utilizan su penitencia
para el perdón de sus muchos actos inconfesables. Ponen al servicio de esa
Iglesia a los servidores públicos, funcionarios de un Estado aconfesional, el
cual hacen añicos, en un acto de surrealismo implícito.
En sus desfiles, nos muestran figuras y esculturas que solo exteriorizan
dolor, que hacen temer y no amar. Nos condicionan, nos restringen nuestra libertad personal y de
circulación y como una eclosión primaveral, explosionan su credo subvencionado
y su verdad, contra nuestra razón y contra nuestros derechos civiles y
económicos. De forma subrepticia seducen a las gentes sencillas y buenas del
pueblo y les hacen ser sus valedores, justificando la raíz religiosa de nuestra
sociedad para someterlos a sus dictados.
Habrá que seguir trabajando para que la sinrazón no se apodere de nuestras
vidas, para que cada uno ejerza su deseada libertad religiosa íntimamente o con
el resto de su comunidad, pero sin afectar a la libertad de los demás y así,
que cada año, nuestra Zaragoza, no se llegue a convertir por estas fechas en
una ciudad en “estado de sitio” y sí, en un ejemplo de convivencia laica,
independientemente de las creencias de sus moradores.
Antonio Angulo Borque