Me permito la osadía de copiar un artículo de Luis Alegre que habla de Zaragoza y de zaragozanos, publicado hoy en huffingtonpost.es, sobre Labordeta, Sabina y Serrat. Gracias a Luis Alegre por ser "tan" zaragozano.
Viernes, 29 de junio. Pabellón Príncipe Felipe. Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat inician en Zaragoza la gira española de Dos pájaros contraatacan.
Tengo a mi lado a Juana de Grandes, la viuda de José Antonio Labordeta.
Ayer, nada más llegar a Zaragoza, una de las primeras cosas que hizo
Serrat fue asegurarse que Félix Cartagena -incombustible promotor de
conciertos- había invitado a Juana y a sus hijas. El 20 de septiembre de
2010 Serrat tuvo el gesto de venir a la Aljafería para formar parte de
los 50.000 que despedimos a Labordeta. Serrat y Sabina mantienen intacta
su devoción por "El Abuelo". Esta noche, durante el concierto, Sabina
le dedica unos versos (Labordeta, Mío Cid) y Serrat nos conmueve con una preciosa versión de Aragón. Miro a Juana de reojo y la siento paralizada y feliz.
Serrat grabó sus primeras canciones en 1965, con 21 años. Sabina
publicó su primer disco en 1978, con 29. Entonces, Serrat llevaba ya
mucho tiempo en la cumbre y Sabina era uno de sus millones de fans. Esta
noche, en Zaragoza, Joaquín evoca a su manera aquella adoración:
"Cuando Serrat era un Dios y yo una rata de alcantarilla, el truco para
llegar al culo de las mujeres, el espejo del alma, era cantar canciones
de Serrat". Sabina siempre se ha confesado muy mitómano y hacer pareja
con uno de sus ídolos de juventud lo considera uno de sus grandes
éxitos.
En 2006, cuando se comenzó a rumorear su colaboración, se
precipitaron todo tipo de comentarios agoreros: "Son agua y aceite. Es
imposible que eso funcione"; "Serrat no aguantará las informalidades de
Joaquín"; "Sus egos van a chocar a las primeras de cambio". Por ahí iban
los tiros. Sin embargo, seis años después, el balance provisional es
espectacular: cientos de conciertos compartidos y cientos de miles de
personas cantando a coro sus canciones en España, Latinoamérica y otros
lugares del mundo. Una de las claves es, desde luego, la mitomanía. Los
dos se veneran y para ambos resulta simbólico, por ejemplo, cantar en el
escenario los temas del otro mientras el otro le mira. Otra de las
razones por las que todo va sobre ruedas es el cariño que se profesan
sus mujeres, Candela y Jimena: "Si ellas se llevaran mal, adiós muy
buenas", deja caer Joaquín. Una figura que resulta fundamental en este
idilio sin fin es Berry Navarro, el representante de ambos, un manager
histórico del pop español, un experto en diseñar carreras, domar egos y
armonizar personalidades. También les ayuda mucho el humor, la capacidad
de reírse de uno mismo y de lo que el otro se ríe de uno mismo. El roce
excesivo, la convivencia constante, la asfixia cotidiana, la envidia
reprimida o el demoledor paso de los días podían haber desgastado esa
admiración y acabado con la amistad y el humor, como tantas veces
sucede. Pero Sabina y Serrat se quieren y se respetan demasiado como
para permitirse un desastre de esa naturaleza.
Tengo la sensación de que, desde que están juntos, se han
redescubierto un poco, a sí mismos y al otro. Se han pegado algunas
cosas. Serrat se ha vuelto más gamberro y Sabina ha dejado de ser
informal. Pero Serrat se sigue yendo a dormir antes que Sabina. Joaquín
no ha perdido las ganas de ser un golfo pero con él ya es muy complicado
darle la vuelta a las noches. Ya nadie le llama cierrabares. Joaquín me
recuerda a menudo algunas veladas en Zaragoza: las charlas a deshoras
con Plácido Serrano, Labordeta, Matías Uribe, Miguel Pardeza, Fernando
Tejero, Enrique Vázquez, Fernando León, Eva Aznar o Joaquín Carbonell,
quien, por cierto, ha hurgado como nadie en el misterio Sabina en su
libro Pongamos que hablo de Joaquín; la noche en la que le
pidió matrimonio a una belleza que nos servía copas en el Dezine de
Residencial Paraíso o la mañana en la que, al volver al Gran Hotel, nos
confundimos con la Ofrenda de Flores y la gente nos miraba raro. Pero,
sobre todo, Joaquín no olvida la madrugada en su casa de Lavapiés en la
que, antes de salir el disco, me puso una y otra vez las canciones de 19 días y 500 noches
y, al amanecer, telefoneó a Jimena, que estaba en Lima. Joaquín se
encontraba en pleno proceso de seducción y, después de hablar con ella
una hora, me la pasó para que le cantara el repertorio de Miguel de
Molina. Nos acostamos al mediodía, la hora habitual en la que Joaquín se
metía en la cama. Era esa época en la que aún nos caían bien los
borrachos cuando nosotros estábamos sobrios. Sin embargo, el ictus
cerebral que sufrió en 2001 -"el marichalazo" lo bautizó Joaquín- fue
una señal: o cambiaba de vida o perdía la vida. Serrat también le vio
las orejas al lobo. En 2004 padeció un cáncer de vejiga al que derrotó
pero que, como suele ocurrir, le hizo valorar más los minutos que
llegan.
Serrat y Sabina decidieron encontrarse cuando hacía siglos que, cada
uno por su lado, sin necesidad de morir jóvenes, se habían consagrado
como dos leyendas de la música española. Yo, y no solo yo, hubiera dado
cualquier cosa por tener el talento de crear una sola de sus obras
maestras. Eso también habrá facilitado su relación: ahora se han
entregado al puro disfrute, sin la presión de alcanzar retos que
parecían sobradamente cumplidos.
A Paco Ibáñez le escuché una vez esto: "España es el país del tiro al
plato. Aquí, cuando alguien llega a lo más alto, se le dispara sin
piedad". La metáfora es estupenda pero, como es natural, no siempre
retrata la realidad. Sabina y Serrat llevan toda nuestra vida en lo más
alto, muy a tiro de los que les quieran disparar. Y, ahora que son dos,
aún lo han puesto más fácil para acertar en la diana. Sin embargo, ellos
siguen ahí, en lo más alto, disparando la alegría de la gente.