Un príncipe de nuestros tiempos, al cual no está bien
nombrar, jamás predica otra cosa que paz y lealtad, y en cambio es enemigo
acérrimo de una y otra; si él las hubiera observado, muchas veces le habrían
quitado la reputación o el Estado.
...alegando siempre el pretexto de la religión para poder llevar a efecto las mayores hazañas, recurrió a una devota crueldad, expulsando y despojando a los moros de su reino: no puede ser este ejemplo más miserable ni más extraño.
...y así siempre ha hecho o concertado cosas grandes, las cuales siempre han tenido sorprendidos y admirados los ánimos de sus súbditos, y ocupados en el resultado de las mismas. Estas acciones han nacido de tal modo una de otra, que, entre una y otra nunca ha dado a los hombres espacio para poder urdir algo tranquilamente contra él.
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Estas tres referencias de arriba (la primera
generalmente admitida por los historiadores, las otras dos explícitas) de Nicolás
Maquiavelo a Fernando II de Aragón, entresacadas de su obra más renombrada, El Príncipe, parecen tener la cualidad de
describir también en nuestros días la admirable capacidad que el Rey Católico
tuvo durante su vida para, a un tiempo, encandilar y pretextar, engañar y
suscitar admiración.
Fernando II, cual Cid Campeador puesto sobre su caballo
después de muerto para vencer las batallas que sus seguidores querían ganar
para sí mismos (que ya no para él, que ni sentía ni padecía) sigue siendo
colocado a lomos de briosos corceles ideológicos para ganar las batallas,
cuando no cruzadas, de nuestros príncipes del siglo XXI.
Consecuentemente con ese afán, los
actuales gobiernos de Aragón y de España han organizado una interesante
exposición sobre Fernando II de Aragón que, a la vista de las piezas reunidas y
de la escrupulosa profesionalidad de los especialistas de la Universidad de
Zaragoza encargados de su asesoramiento, no dudamos de que será de una altísima
calidad formal. Sin embargo, el título con el que se lanza "El rey que
imaginó España y la abrió a Europa" (enunciado al estilo de los títulos de
las novelas suecas), lleva la inconfundible marca del político, no la del
historiador.
¿Cómo si no es posible aseverar con
tal rotundidad que Fernando II "imaginó España" en ausencia de todo
fundamento documental mínimamente sólido?
Más aún: ¿qué entienden los
promotores de la exposición por “España” en el contexto del siglo XV? Y,
deduciendo de tan sorprendente frase-título, que la España que imaginó Fernando
II llegó a materializarse estando él vivo ya que –según se proclama– la
"abrió a Europa": ¿de verdad la abrió él? ¿es que estaba
"cerrada" a Europa antes de su llegada al trono?
Como apuntaba Maquiavelo
(contemporáneo suyo, no lo olvidemos), Fernando II poseía la gran habilidad de
llevar a cabo los actos de violencia y deslealtad que entendió necesarios de
acuerdo con su propio interés como estadista y, al tiempo, disfrazarlos con los
más nobles pronunciamientos y pretextos, salvaguardando con ello su buena reputación.
Dado que, además, consiguió mantener a todos ocupados con las consecuencias de
sus acciones, encadenadas de forma que nadie fuese capaz de reaccionar contra
la verdadera naturaleza de éstas, casi podríamos afirmar que quienes
concibieron el título de esta exposición nos han obsequiado con la pieza más
genuinamente "fernandina" de la muestra, descollando como alumnos
aventajados de su "escuela política".
Porque una vez más, utilizando la
gran necesidad que tenemos las aragonesas y aragoneses de reivindicarnos frente
a tergiversadores pancatalanistas de una Historia que constituye uno de
nuestros pilares identitarios, se nos ofrece disfrutar de un cordero de hermosa
piel bajo la que aulla sus proclamas un lobo tan voraz de nuestras entrañas
como el que nos acecha más allá de la clamor de Almacellas.
Ambos son lobos,
sin duda, y solo la torpe falta de pudor del segundo (más impaciente y
conspicuo, nada fernandino) al prescindir de cualquier piel de cordero le hace
parecer infinitamente más malo que el que se está merendando nuestra memoria
histórica sin que nos enteremos.
Atengámonos a la Historia para
aseverar que Fernando II fue un príncipe acuciado por enormes dificultades y que,
como niño que se educó (siguiendo la tradición aragonesa) compartiendo plenamente
las vicisitudes de gobierno su padre, Juan II, se vio traumáticamente obligado
a aprender deprisa y a desarrollar la más descarnada astucia: la que nace del
afán de supervivencia en medio de un estado de permanente vulnerabilidad.
Su propio nacimiento en Sos
se explica porque su madre tuvo que buscar un lugar razonablemente seguro,
aunque próximo, siquiera a unos pocos kilómetros de una Navarra cruelmente
asolada por la guerra civil en la que su padre Juan II se estaba jugando su
suerte y la de su estirpe.
Pero las cosas no harían sino ir a
peor para los Trastámara de Aragón.
La crisis económica que desde la segunda
mitad del siglo XIV padecía Cataluña estaba agudizando una grave crisis social.
En 1412, la iniciativa de las élites aragonesas había aprovechado la debilidad
catalana para conseguir, con el Compromiso de Caspe y el cambio de dinastía,
desplazar el centro político de la Corona de Aragón arrebatándoselo a Cataluña
y haciendo que retornase al Reino de Aragón, apostar por una diversificación comercial
volcada hacia Castilla y el ámbito Atlántico que superase el estancamiento del
comercio mediterráneo y sustituir a Inglaterra por Castilla como aliado frente
a la cada vez más amenazadora Francia.
Pero, si en lo económico las cosas
habían ido bastante bien para Aragón y Valencia con este estratégico viraje
geopolítico, el declive catalán proseguía y acumulaba tensiones equiparables a
las de un polvorín que, con la chispa del conflicto navarro, iban a estallar en
una guerra civil que duraría diez años (1462-1472) con secuelas posteriores de
enfrentamientos en el Rosellón y la Cerdaña entre Aragón y Francia.
La rebelión de una parte de la
sociedad catalana, encabezada por su Diputación, llevó a ésta a declarar el
destronamiento de Juan II en favor sucesivamente de los reyes de Castilla,
Portugal y de la Casa de Anjou. Éstos no dudaron en intervenir militarmente
contra Juan II, poniéndole contra las cuerdas y exigiendo un sobreesfuerzo
militar y financiero que pesó negativamente sobre la recuperación económica que
estaban conociendo los reinos de Aragón y Valencia.
En esos años, Juan II hubo de
concertar y romper alianzas alternativamente con castellanos, franceses y
borgoñones en función de los vaivenes que dictaban los avatares bélicos; en
pocas ocasiones se había encontrado la Corona de Aragón tan atacada por
diferentes potencias rivales y tan carente de aliados fiables, con el agravante
de que el conflicto se desarrollaba en su propio territorio y amenazaba con la
pérdida de Cataluña.
Una situación angustiosa para la corte aragonesa que, sin
duda, marcaría una fuerte impronta en el carácter del joven Fernando, tan
vinculado desde su más tierna infancia a la actividad política, diplomática y
militar del país. Es muy posible que todo ello marcase su personalidad,
inculcándole un vivo anhelo de poder y desarrollando su astucia, su capacidad
de disimulo y su implacable acción hacia quienes considerase como amenazas
reales o simplemente potenciales.
Así las cosas, Juan II, rey
repudiado por una parte de sus súbditos y asediado militarmente por quienes
deseaban suplantarle, buscó apoyo en una rama de la familia real castellana
(también de la dinastía Trastámara) que conspiraba para hacerse con la Corona
de Castilla.
Ambos grupos de interés se hallaban en una posición de debilidad
en sus respectivos Estados que deseaban superar, y Juan II no dudó en tomar la
iniciativa para aunar sus fuerzas. La alianza política era indisociable de la
circunstancia familiar, y el matrimonio era la forma de establecer esos
vínculos fiables que permitían apuntalar los linajes en peligro o con
ambiciones y la potestad política que éstos llevaban o podían llevar asociada.
En ese contexto nació el incierto matrimonio (léase también “alianza
político-dinástica”) de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla.
Desde la perspectiva de Juan y
Fernando, si este matrimonio (que, recordémoslo, se acordó tras arduas y largas
negociaciones) fructificaba, Aragón podía asegurarse reforzar su alianza con
Castilla, que se había visto socavada desde el Compromiso de Caspe por el
conflicto de los infantes de Aragón y que incluso había puesto a ambos países
en guerra en diferentes episodios, siendo el más amenazador el producido con
ocasión de la guerra de Cataluña.
El matrimonio de Fernando con Isabel permitía
conjurar el peligro de que Francia y Castilla volviesen a quedar alineadas
contra Aragón en un momento en que Inglaterra, que había sido derrotada en la
Guerra de los Cien Años, ya no tenía capacidad para actuar en el continente
europeo como aliada de Aragón al haber perdido Aquitania.
Además, y continuando
con la nueva apuesta comercial de Aragón, Castilla representaba un mercado cada
vez más importante para las exportaciones aragonesas, valencianas y catalanas,
así como una vía hacia el cada vez más pujante mercado atlántico.
Para unos estadistas en una
posición tan vulnerable como la que ocupaban Juan II y su hijo Fernando (jurado
en 1461 como heredero de Aragón y, desde 1468, rey de Sicilia), la alianza
matrimonial con Castilla tenía, además de las ya enunciadas, otras ventajas
potenciales: Castilla había adquirido unas dimensiones territoriales,
demográficas y económicas enormes a lo largo de la Edad Media, pero
políticamente era muy débil, permanentemente dividida y en disputa.
Para un par
de hábiles urdidores como Juan y Fernando, Castilla aparecería a sus ojos como
una especie de “fortachón” que les podía defender de otros agresores pero al
que podían manipular con relativa facilidad en interés propio.
No cabe duda de que la boda con la
princesa Isabel de Castilla era para ellos una “inversión de futuro”, a pesar
de que el enfrentamiento de ésta con su medio hermano Enrique IV había reducido
enormemente sus posibilidades de heredar el trono.
La habilidad de los
Trastámara aragoneses y de sus aliados castellanos y, no lo olvidemos, su buena
suerte permitieron que su apuesta rindiese sus beneficios.
Las cesiones
protocolarias (por ejemplo, en el orden de preeminencia heráldica y de los
títulos acumulados) hechas en las negociaciones satisfacían el orgullo de los
castellanos, pero la diferente potestad regia que los ordenamientos aragonés y
castellano reconocían a cada uno de los consortes hacía que Fernando co-reinase
en Castilla con Isabel, pero no lo contrario.
Isabel no era reina de Aragón con
todas las potestades de las que gozaba en Castilla, era meramente una reina
consorte.
Esto permitió a los aragoneses, una vez domeñadas las diferentes
facciones de poder de Castilla y, aunadas sus energías, aplicándolas de forma
prioritaria a la culminación de la reconquista castellana (verdadero “campo de
pruebas” de lo que Fernando podía llegar a obtener de su nuevo reino),
movilizar los ingentes recursos castellanos para asegurar las fronteras
aragonesas, recuperar los territorios perdidos a manos de Francia y consolidar
e incluso aumentar sus dominios en Italia y el Mediterráneo.
Para la seguridad e integridad
territorial de la Corona de Aragón el beneficio fue inmediato y Aragón y
Valencia recuperaron su pulso económico, si bien la Cataluña derrotada y
arruinada (especialmente la ciudad de Barcelona) quedó sumida en el
estancamiento, sin más ventaja en lo social y -a más largo plazo- en lo
económico que la emancipación (previo pago) de los campesinos sometidos a las
cargas y malos usos de los señoríos.
Sin embargo, la capacidad que había
adquirido Fernando para fortalecer su posición en el marco del equilibrio de
poderes de la constitución pactista de sus estados aragoneses comenzó a socavar
los cimientos de éstos, en un proceso que habría de continuar a lo largo de un
siglo y medio antes de ser violentamente abolidos en 1707 a pesar del periodo
de relativo respeto del que habían vuelto a gozar desde a mediados del siglo
XVII.
Efectivamente, los usos de la corte
castellana que Fernando trató de trasplantar a Aragón, y que en un principio se
limitaron al plano de lo protocolario (por ejemplo, su inaudito empeño en 1472
por entrar en la ciudad de Zaragoza bajo palio ante el estupor de las
autoridades), se trasladaron progresivamente al plano de los hechos políticos de
calado.
Sin embargo, su acción desequilibradora del sistema político aragonés
no fue tan torpe como para osar atacarlo frontalmente, sino que empleó medios
indirectos que se revelaron muy eficaces para cortocircuitar los controles
forales frente a las acciones arbitrarias del rey.
Así, la instauración en 1483
de la “nueva” Inquisición le permitía contar con una verdadera policía secreta
que, so pretexto de la ortodoxia religiosa, ejerció un férreo control político
e ideológico de la población en todos sus dominios y sustraer sus acciones
represivas del sistema de garantías forales.
Asimismo, en 1487 se apropió del
gobierno de la ciudad de Zaragoza que, además de ser un centro de poder
decisivo como capital del país y por ejercer un fuerte liderazgo dentro del
brazo de las universidades en las Cortes de Aragón, gozaba de un excepcional
instrumento de represalia unilateral y desaforada, que la ciudad podía ejercer
y ejercía de hecho a su arbitrio cuando se consideraba que sus intereses habían
sido perjudicados por terceros: el Privilegio de los Veinte.
Así pues, aun mostrando toda su
vida un escrupuloso respeto formal y material de la constitución aragonesa,
Fernando II se procuró instrumentos que, amparados por el pretexto religioso de
la pureza de la fe o mediante el control del poder de su ciudad capital, le
permitieron realizar acciones destinadas a imponerse sobre la foralidad y su
sistema de garantías legales, personales y políticas.
Estas importantes brechas
en el edificio político aragonés quedaron abiertas y en manos de sus sucesores
Habsburgo, quienes las aprovecharon y ampliaron para someter al país a sus
pretensiones absolutistas como emperadores y reyes “modernos”, aspecto
tradicionalmente muy celebrado por la historiografía española que desde los tiempos
de Menéndez Pidal (1869-1968) se ha dedicado a predicar el carácter “fundador
de España" de los Reyes Católicos en apoyo sus ideas políticas, especial
aunque no exclusivamente, durante la dictadura franquista, teniendo todavía un
sorprendente grado de predicamento en nuestros días.
La nueva filosofía del poder
proyectada en los planos político, ideológico, religioso, social y cultural
(indisociables en esa época) a través de la Inquisición fue determinante para
que los dominios de Isabel y Fernando comenzasen su progresivo cierre a las
ideas e innovaciones de Europa.
Fernando II fue precisamente el rey que, de haberse podido llamar “España” a ese
conjunto de Estados, la cerró a Europa.
La España o Españas que había antes de
la llegada al trono de Fernando habían estado abiertas desde siempre; sus
fronteras eran mucho más permeables incluso que las actuales y las gentes y
mercancías (solo con excepcionales limitaciones en algunas ocasiones), ideas y
modas, las atravesaban más libremente incluso que en nuestros tiempos.
Sus
sucesores habsburgo y borbones no hicieron sino profundizar en esos
supuestamente “modernos” instrumentos que fundó Fernando y que condenaron a esa
España que algunos políticos interesados afirman que imaginó al subdesarrollo
ideológico, científico, tecnológico, ético, moral y económico cuyas
consecuencias todavía lastran nuestro progreso y bienestar en el siglo XXI.
Si
la tesis de “imaginar España” merece al menos el beneficio de un debate, la de
“haberla abierto a Europa” es tan incompatible con la experiencia histórica que
se diría que la ha acuñado un cínico con ánimo de ofender. Pero ese es
precisamente otro de los clamorosos silencios de esta exposición organizada por
nuestros apologéticos gobernantes: la ausencia de toda referencia a la
Inquisición y la expulsión de los judíos.
Una vez más, la Historia se manipula
tanto por acción como por omisión.
Fernando II benefició a la Corona
de Castilla en beneficio de la Corona de Aragón (incluso la adscripción de la
conquistada Navarra a la Corona de Castilla, por ejemplo, aseguró la
implicación castellana en cualquier conflicto con Francia en los Pirineos) y en
esa misma lógica favoreció los intercambios y la coordinación entre los
distintos Estados de los que era monarca.
No en vano él desarrolló el sistema
de virreinatos y constituyó el Consejo de Aragón para llevar a cabo esa labor
desde Castilla, nuevo centro político de este imperio Trastámara. No es de
extrañar que las cortes castellanas reunidas en Toledo en 1480 recogiesen en
una ley las palabras de los monarcas al proclamar que…
Pues por la gracia de Dios los nuestros Reynos de
Castilla y de León y de Aragón son unidos, y tenemos esperanza que por su
piedad de aquí en adelante estarán unidos, y permanecerán en una corona Real: E
así es razón que todos los naturales de ellos traten y comuniquen en sus tratos
y facimientos
¿Se puede colegir de estas palabras
y de otros textos de la época de tenor similar (ninguno va más allá del que
hemos reproducido arriba) que Fernando “imaginó” España?
Ningún historiador
mínimamente escrupuloso lo sostendría. Nada demuestra que lo que se promueva
sea otra cosa que la colaboración de todos para mantener un edificio político
compuesto de países distintos cuya única (aunque importantísima) institución
común es la jefatura del Estado.
El propio texto toledano refleja un desideratum de que esa unión dinástica
perdure, pero no constituye un acta o instrumento legal de unión o –todavía
menos- de fusión en un Estado unitario; ni siquiera se conoce ningún fuero o
acto correspondiente que fuese en dicha línea emanado de las cortes generales o
privativas de los Estados de la Corona de Aragón.
Tampoco era la primera unión
dinástica intentada a lo largo de la Edad Media entre ambas coronas o con la de
Portugal. Si hablamos de “imaginar España” en un sentido político que,
normalmente, debería corresponderse con el sentido geográfico que la palabra
“España” ha tenido desde los tiempos de los romanos, tendrían tantos o más
méritos Alfonso I de Aragón o cualquiera de los reyes leoneses entre los siglos
X y XII que Fernando II de Aragón.
De hecho, para los Reyes Católicos
España también era una noción esencialmente geográfica. Su unión dinástica y el
desarrollo de nuevas instituciones y órganos de coordinación comunes no
suponían la construcción de un Estado en la medida en que, por sí mismos, no
sustituían a los títulos de soberanía territorial originarios en los que se
fundamentaban sus respectivas potestades regias.
La leyenda que figura en el
friso del salón del trono del palacio real de Zaragoza (la Aljafería) realizado
en 1491, reproduce la denominación oficial de sus títulos políticos de
soberanía: Ferdinandus, Hispaniarum,
Siciliae, Corsicae, Balearumque rex significa en castellano "Fernando,
rey de las Españas, Sicilia, Córcega y Baleares".
De forma más prolija
podríamos expresarlo así: Fernando es el soberano de diferentes reinos y
principados de España y, fuera de ese ámbito geográfico concreto de la Europa
continental, de los reinos homónimos situados en las islas o archipiélagos de
Sicilia, Córcega y Baleares. ¡Allí lo tienen escrito, en el salón del trono del
palacio de los Reyes de Aragón que aloja la exposición, salón que han recorrido
juntos la Presidenta Rudi, el Rey Felipe VI y sus respectivos equipos de
cortesanos del siglo XXI!
¿Dónde demonios ven todos ellos el sujeto político
denominado España cuando el propio Fernando II les ha puesto por escrito
delante de sus narices que no era así, que se trataba de otra cosa?
Teniendo en cuenta lo propensos que
eran y siguen siendo los hombres y mujeres de Estado a reflejar sus
aspiraciones y anhelos en sus proclamas más solemnes y de mayor calado político
y propagandístico (y la del friso de la Aljafería lo es: en ella, por ejemplo,
Fernando se reafirma como rey de Córcega, isla sobre la que los aragoneses no
tenían control efectivo desde 1434, ni volverían a tenerlo jamás), extraña que
esa idea que supuestamente imaginó de una única España política no quedase
plasmada en la denominación de su título con un inequívoco Rex Hispaniae que, por si sola, no sería una evidencia concluyente
de su concepción de un Estado español unitario, pero al menos no contradiría
tal posibilidad.
Por si quedase alguna duda sobre
las posibles concepciones o ensoñaciones políticas de Fernando, su conducta
durante los últimos años de su vida todavía nos ayudará más a poner las cosas
en su sitio: la ausencia de un heredero varón que asegurase el mantenimiento de
la misma capacidad de control político de su dinastía en las coronas de
Castilla y Aragón (en este último las reinas transmiten la corona pero carecen
de potestad regia) y la inevitable toma de control político que supuso la
entronización en Castilla de Felipe de Habsburgo acabaron desplazando a
Fernando como factótum fundamental o
eje del edificio político que había creado en colaboración con Isabel de
Castilla, viéndose de nuevo desplazado al quedar únicamente como rey de sus
Estados patrimoniales de la Corona de Aragón.
Tras la conquista de Granada
Fernando había conseguido el apoyo de la bien engrasada maquinaria de guerra
castellana para detener la expansión francesa en Italia (guerra de 1494-1498) e
incluso aumentar su dominio territorial en la zona completando la anexión del
reino de Nápoles (guerra de 1501-1504) a expensas de Francia y ocupando diversas
plazas estratégicas del norte de África. La muerte de Isabel en 1504 y la
irrupción de Felipe de Habsburgo (llamado "el Hermoso") apoyado por
la nobleza castellana, acabaron excluyendo a Fernando en 1506 del ejercicio
efectivo del poder en Castilla.
Fernando II era consciente de que con
la muerte de Isabel, que se produjo en noviembre de 1504, su alianza castellana
tocaba a su fin y había que considerar nuevas alternativas para asegurar la
posición de la Corona de Aragón en el contexto internacional.
Así pues, no
perdió tiempo en comenzar a negociar una alianza con Francia que pudiese
restablecer el equilibrio de fuerzas ante la inminente ruptura de la alianza
con Castilla. Para descartar la posibilidad de que se produjese una sucesión
castellano-habsburguesa para el trono de Aragón y consolidar su relación con su
nuevo aliado concertó su matrimonio con la princesa Germana de Foix, con la que
buscó afanosamente tener un descendiente privativo de la Corona de Aragón.
Asimismo, se aseguró con rapidez el pleno control aragonés sobre Nápoles
destituyendo a Gonzalo Fernández de Córdoba como virrey y jefe del ejército
allí desplegado el cual, muy airado y herido en su orgullo, se despachó con una
furibunda invectiva contra el "desagradecido" rey aragonés.
La farsa
de las “Cuentas del Gran Capitán” es toda una bravata que ha hecho las delicias
del militarismo españolista y antiaragonés, pero su verdadera significación
radica en poner de relieve la enorme desconfianza de Fernando hacia Castilla y
el riesgo de que en un golpe de mano ésta llegase a apropiarse de las
conquistas italianas.
Los acontecimientos posteriores
jalonan claramente la deriva rupturista entre Fernando y Castilla: en octubre
de 1505 (no había transcurrido ni un año desde la muerte de Isabel I) ya estaba
casado Fernando con Germana de Foix, y en los meses posteriores Felipe el
Hermoso, con el apoyo de la nobleza castellana (los poderes urbanos, sin
embargo, apoyaban a Fernando), provocaron la renuncia de Fernando al gobierno
de Castilla y su retirada a Aragón. Como vemos, Fernando actuó de una forma que
descarta claramente la existencia de toda idea o "imaginación de
España" en su acción política. Sin renunciar en todo lo posible a influir
en la política castellana, Fernando ya no se parece a un “rey español” sino que
se vuelve a mostrar ante nuestros ojos el astuto rey aragonés (con pretensiones
absolutistas y personalistas) que, a pesar de las apariencias, nunca dejó de
ser.
La alianza matrimonial y política
entre las ramas aragonesa y castellana de los Trastámara era ante todo eso: un
imperio trastámara que solo habría de durar mientras fuese útil para los fines
diferenciados de sus creadores.
Su finalidad esencial fue la de movilizar los
recursos combinados de Aragón y Castilla en beneficio propio y, de perdurar, en
beneficio del príncipe de sexo masculino que hubiese de suceder a Fernando e
Isabel.
Para Fernando, en ausencia de sucesor apropiado para mantener este
esquema dinástico, la alianza debería romperse para no hacer peligrar de nuevo
la seguridad e integridad de sus posesiones patrimoniales, que eran las de la
Corona de Aragón, si se convertía en un mero satélite de la Corona de Castilla,
como acabó sucediendo a causa de su fracaso en el intento de separar ambas
coronas al final de su vida.
Acompañado como había estado
siempre por la fortuna, ésta le abandonó en ese último objetivo político de su
vida y, como consecuencia de ello, confirmando de nuevo su aguda inteligencia
como hombre de Estado para prever los acontecimientos futuros, Aragón cayó bajo
el control de la nueva dinastía imperial y castellanocentrista que profundizó
progresiva e inexorablemente en el proceso de asimilación que, solo por la
fuerza de las armas y la imposición alumbró, dos siglos después de la muerte de
Fernando, el Estado unitario al que se ha dado en llamar España.
Miguel Martínez Tomey